



El resto fue antológico. Los platos eran radiantes y brillaban. Sabían bien, muy bien, por lo que entendí que quizás, comiendo solo, podría analizar mejor mi disfrute. Un disfrute natural en el que los platos eran golosinas saladas, salvo los postres, y además se diferenciaban sustancialmente de los platos de otros restaurantes.



Eran platos sutiles pero de sabor contundente. Cuando llegó el lechazo cocinado a varias temperaturas junto al helado de leche de oveja quedé expectante. Después me fui comiendo ambas cosas alternativamente y me pareció una experiencia nueva y completa. El helado maridaba con el lechazo caliente de una manera sorprendente por lo que cada bocado me indicaba que estaba comiendo de una manera realmente nueva. Y eso lo llenó todo. Sentí ser el tipo más afortunado de aquel martes frío y estaba sólo y sonriente.


